sábado, 26 de septiembre de 2015

Mi vida lamentable: siete días, tres wearables y un periodista fofisano

ÑAKO DÍAZ-GUERRA
Iñako Díaz-Guerra
Actualizado 23/09/201504:31La primera vez que mi hija dijo papá lo hizo señalando una foto del Nota en El Gran Lebowski. Eso explica cómo estoy. Ninguna otra comparación me habría hecho sentir más orgulloso. Eso explica cómo soy. Tengo 38 años, mido 1,87, peso 87 kilos y me he apuntado al gimnasio más veces de las que he ido. Vivo a 50 metros del Retiro y, hasta que fui padre, sólo lo había pisado para hacer botellón o ir de sensible con alguna amiga turista. Pasear sin destino me parece deambular sin sentido. Estoy muy a favor del transporte público... pero no lo uso. La primera vez que me hablaron de los wearables pensé a) vaya coñazo y b) van a durar lo que el video Beta. Bien, Nostradamus, bien. En 2014, en España se vendieron 778.000 wearables. 199 millones de euros en relojes inteligentes, pulseras con alma de profesor de educación física, gafas mareantes y demás aparatos que convierten a tu madre en discreta. ¿Por qué? (Ni idea) ¿Qué aportan? (Una pinta rara) ¿Nos hemos vuelto locos? (Sí) ¿Estoy lleno de prejuicios? (Por supuesto) ¿Cambiaría mi vida una semana atado a estos cacharros? Buena pregunta, averigüémoslo. Durante siete días usaré un reloj (Samsung Gear S), una pulsera (Up3 by Jawbone) y unas gafas (Google Glass). Además, responderé ante mi jefe, sumándome a la última moda: empresas que ofrecen a sus empleados programas con wearables para mejorar su calidad de vida (¿y controlarles?). Este es el diario de un conejillo de indias fofisano. Más fofi que sano, todo hay que decirlo.
Día 1: Martes
Consciente de mis limitaciones, empiezo por acudir a un experto: Pedro Diezma, CEO de Zerintia, empresa española especializada en el desarrollo y diseño de aplicaciones para wearables. Durante una hora me explica, hablando lento y con palabras sencillas, cómo funciona cada cacharro y me instala las apps que voy a utilizar. Con la pulsera controlaré el sueño y el ejercicio físico. Con el reloj, la alimentación, el pulso y el estrés. En las gafas añade dos que han creado ellos: una para prevenir riesgos laborales y otra de deporte extremo (Extreme Gear). Como soy un tipo educado, no le comento que el mayor riesgo en mi trabajo es que se caiga internet y que mi actividad física más extrema es cuando me levanto muy rápido de la cama y me mareo. Diezma termina y llega mi momento. Me coloco los aparatos sintiéndome Robocop a punto de salir a salvar el mundo. «Creo que te has puesto el reloj al revés», escucho. Mierda.Dedico media tarde a aprender a abrocharme la pulsera y a comunicarme con las gafas. Esto último es especialmente vergonzoso cuando lo haces por la calle. Cada vez que digo «OK Glasses» la gente se para a mirarme sin saber muy bien si hay por allí una cámara oculta o sólo un gilipollas. Tardan pocos segundos en descubrir la respuesta correcta al ver cómo bizqueo intentando leer la pantallita que aparece sobre mi ojo derecho. El reloj no ofrece grandes desafíos técnicos, pero sí estéticos: indefendible fuera de un polígono o una convención de runners. Decido llevar manga larga toda la semana, pero eso no evita que mi hija vea semejante pantallón, piense que es la tablet e intente poner Pocoyo.Al fin logro sincronizar la pulsera y su primer mensaje me ruboriza: «Ahora hazla tuya». Lo cierto es que me ha llevado más tiempo su cierre que el de cualquier sujetador. Me marco los objetivos diarios más sencillos que propone la aplicación: 10.000 pasos y 7 horas de sueño. No soy ambicioso. Tras ver cómo, en sólo medio día y sin hacer nada especial, he dado 4.765 pasos, me voy a la cama confiadísimo: voy a reventar esas marcas. Sí, soy un tipo ingenuo.
Día 2: Miércoles

Decido empezar con una jornada de absoluta rutina, no vaya a morir el primer día. Consulto el informe de control del sueño y me fascina. Va a ser, de largo, mi función favorita. El gráfico es detalladísimo y me señala que de las siete horas y 10 minutos que estuve en la cama apenas dormí cinco y cuarto, con sólo una hora y 13 minutos de sueño profundo y reparador. Muy atenta, la aplicación me recomienda que me busque un entorno más tranquilo para descansar mejor. Le respondo que encantado, que si quiere venir ella a cuidar al bebé. La muy ladina calla.Me mido la frecuencia cardíaca por primera vez y no me gusta nada lo que veo: 85 pulsaciones por minuto en reposo cuando el programa recomienda 76. Como cualquier adulto sensato, pienso que la máquina se equivoca y repito el proceso otras dos veces, intentando respirar más lento y pensar en cosas aburridas, como un disco de Vetusta Morla o una novela de Javier Marías. Agua: 88 y 83. Me agobio y me comprometo con el reloj a reducir mi consumo de café: de cuatro a dos diarios. Es el mayor sacrificio de mi vida adulta. Voy al trabajo en coche, no ando más que para ir de un lado al otro de la redacción y comienzo a controlar mi comida. Como esta es una prueba seria, soy muy disciplinado al meter en la aplicación cada cosa que tomo, pese a que tardo más en hacerlo que en comer. Gazpacho y tortilla francesa a mediodía, japonés de cena y sólo ingiero 1.593 kcal de las 2.150 recomendadas. No me explico cómo engordo, aunque que en todo el día sólo haya dado 6.225 pasos quizás sea una pista.
Día 3: Jueves
Me despierto como una moto después de que la enana me dejase dormir siete horas 40 minutos y decido ir andando a una reunión que tengo razonablemente cerca de casa. Hoy reviento el podómetro, empieza una nueva vida, voy a ser el Rocky Balboa del siglo XXI. A las 12:30 mi reunión se ha trasladado a una terraza donde me enfrento a una de las grandes preguntas de la vida: ¿a qué hora es decente empezar a beber cerveza? Las 12:30 es la respuesta adecuada y al fin entiendo lo de engordar: cada caña dispara el calorímetro como si fuese de cerdo y no de cebada. No es placer, es trabajo: soy una víctima del periodismo. Como Jessica Rabbit, no es culpa mía, es que me han dibujado así. El aperitivo se alarga y uso el reloj para llamar a avisar de que voy tarde. Marco, me lo acerco a los labios y, cuando responden, digo lo que todo niño de los 80 diría: «KITT, te necesito». Es un momento de plena realización personal, pero me cuelgan y tengo que solventar el asunto con un WhatsApp. Soy un incomprendido. Esa idea se reafirma cuando llego a casa. Intento convencer a mi pareja de que, en aras del experimento, tengo que descubrir si mide el sexo como ejercicio. La respuesta es contundente: «Con ese armatoste puesto, no me tocas ni con un puntero láser». Es razonable.
Día 4: Viernes

Frustrado tras tres días sin alcanzar la dichosa cota de los 10.000, tomo una medida desesperada: salgo a correr. Sólo he corrido sin llegar tarde cuando jugaba al baloncesto y me obligaban en los entrenamientos. Por supuesto, era de los que mentía al contar vueltas y recortaba las esquinas de la cancha para ahorrar medio metro, pero esto ya es cuestión de orgullo. Los problemas empiezan antes de salir. Sólo tengo un pantalón de deporte, uno del Atleti de la primera época de Torres, y cuando me lo pongo me queda como unos leggins a Kim Kardashian. Además, es cortito y parezco el John Stockton fondón, así que lo apaño metiéndome debajo el pantalón corto negro con el que duermo. Como broche, lo más parecido que tengo a unas zapatillas de running son unas Gazelle rojas. Pero no pienso dejar que la dignidad se interponga entre los 10.000 pasos y yo, así que rezo por no encontrarme a nadie, completo el ridículo atuendo con las Google Glass y salgo de casa. Un minuto después, mi portero, discreto como es, grita desde el otro lado de la calle: «¿Pero dónde vas con esa pinta, Ignacio? Ten cuidado que ya no tienes edad pa tonterías». Gracias, Manuel, gracias. El esperpento culmina en el Retiro. A duras penas logro correr cuatro kilómetros en casi 40 minutos. En varias ocasiones veo pasar mi vida entera ante los ojos y, cuando no, noto la estela de señores de 60 años adelantándome como un Ferrari a un 600. Las Google Glass, a las que no había encontrado utilidad alguna hasta el momento, dejan constancia del drama con unos vídeos en primera persona que resultarían duros hasta para Haneke. Al rato recuerdo que, cuando me las prestó Zerintia, me explicaron que funcionan muy bien excepto cuando sudas. Fantástico. Para una situación en la que aportan algo y acabo llevándolas en la mano para no estropearlas. No sorprende que las hayan dejado de fabricar y apenas se vendieran 250.000 en todo el mundo de los 9,4 millones esperados. Como sabe cualquiera que haya mandado un mensaje a su ex a las 4 a.m., no todas las ideas que parecen buenas en tu mente lo son en la práctica.Me desmayo en el césped y me tomo el pulso, que se ha disparado de 82 a 112. Si estuviera vivo, me avergonzaría de mí mismo. Me ducho y me arrastro hasta el curro con 6.000 pasos en el zurrón, pero apenas logro levantarme de la silla durante el resto del día. Vuelvo a casa con casi 9.000 pasos. Veo la luz al final del túnel y decido subir y bajar escaleras hasta lograrlo. Es tarde y hago ruido, así que la cuarta vez que llegó al sexto una vecina se asoma inquieta. Intento explicarme, pero la situación es tan absurda que no hay forma. Me pide que al bajar le saque la basura. Es la puntilla. Me quedo en 9.129 pasos y, encima, tendré que mudarme.
Día 5: Sábado
Amanezco destrozando un mito: no se duerme mejor cuando has hecho ejercicio. Seis horas de sueño, sólo 41 minutos profundo, y me duele hasta el alma, lo cual no deja de resultar sorprendente porque no tengo. Mal comienzo para un día intenso: mañana y tarde de padre modelo y, por la noche, despedida de soltero. Bajo a la niña a los columpios. Como cada vez que entro en ese ring de extraños ansiosos por demostrar que su hijo es el mejor, me pongo los cascos aunque lleve la música apagada. Siempre funciona, menos hoy. Gracias, Samsung Gear. Es imposible ocultar un reloj con la correa blanca y una pantalla XXL. Se acerca un padre algo más joven que yo, y mucho más delgado, agitando la muñeca como si fuese la contraseña de un grupo de superhéroes. O de apoyo, no sé. Al menos, el suyo es negro. Habla con devoción: el reloj es su médico, su entrenador y, sospecho, su amante. Desde luego, está en forma, aunque por la chapa que me está soltando no le deben sobrar los amigos. Me da su nombre de usuario para que seamos colegas virtuales y finjo apuntarlo con entusiasmo. Huyo, pero me pica la curiosidad y busco un adversario menos musculoso. Lo encuentro en mi amiga Belén, gran fan de la UP3, y nos retamos a ver quién anda más en las siguientes 48 horas. Al final va a molar la pulserita.Paseo va, paseo viene, afronto la noche con casi 7.000 pasos en el cuentakilómetros. Hoy sí. Como la despedida consiste en ir de bar en bar por Malasaña, los 10.000 no se escapan. Antes de salir afronto una decisión vital: ¿puedo enfrentarme a mis amigos con ese reloj en la muñeca? No, no puedo. Por fortuna, la discreta pulsera negra controla los pasos y el pulso y podré medir lo que consuma con el móvil. Como un profesional, logro acordarme de apuntar cada gintonic. Las calorías suben a toda velocidad: 200 kcal por copa. A punto está de amargarme la fiesta, pero soy fuerte y sigo pidiendo. Todo sea por el periodismo. Los juguetes son adictivos y acabamos todos pendientes de mis datos (la vejez era esto). Cuando la aplicación me manda el mensaje «Felicidades, es su día de mayor actividad», estallamos en júbilo al constatar que uno, como el escorpión de la fábula, no puede luchar contra su naturaleza: mi ejercicio es salir.El reto de los 10.000 se convierte en misión grupal y la decepción es total cuando descubrimos que la pulsera me ha hecho un Cenicienta. En vez de contabilizar desde que te levantas hasta que te acuestas, algún genio decidió hacerlo de 00:00 a 23:59 horas. Ese salía poco. El caso es que me quedo en 8.899 pasos a efectos oficiales, aunque me voy a la cama con otros 3.026 apuntados ya en el domingo. Me gustaría decir que me da igual, que estoy por encima de estas niñerías, pero mentiría. Odio profundamente a esa pulsera mentirosa. Ella y yo sabemos la verdad: hoy he dado 11.925 pasos en condiciones extremas. Soy un superhéroe.
Día 6: Domingo

Ni los wearables ni los hijos entienden de resacas. Cuando el ibuprofeno (el mejor invento de la humanidad junto a las gafas de sol y los vaqueros) me devuelve cierta lucidez, afronto un golpe mortal: es mi cumpleaños. El sofá me abduce y tomo medidas desesperadas para sumar algún mísero paso. Primero intento ponerle la pulsera a la niña: ya que no para quieta, que sirva de algo. No se le sujeta y tengo una idea que, en plena neblina mental, me parece brillantísima: quedo con mis padres en una terraza y pido que traigan al perro. Colocarle la UP3 es la misión más ambiciosa que afronto desde que aposté que podía comer 50 albóndigas, en plan La Leyenda del Indomable casposo. Contra pronóstico, lo logro. Pero al chucho le he parecido tan gracioso que no hay manera de separarlo de mí. Le empujo, le tiro una pelota, le ruego... No se mueve. La próxima vez alquilo un runner.Para culminar el vodevil, decido grabar con las Google Glass cómo soplo las velas y convierto la celebración en un gag de Rompetechos. Como la cámara está sobre el ojo, cuando apunto con ella a la tarta, soplo a la mesa y me quemo el flequillo. Cuando oriento el aire hacia la llama, sólo grabo la pared de enfrente. Inventazo este. In-ven-ta-zo.
Día 7: Lunes
Llega la hora de las conclusiones. Entre resaca y reuniones, Belén me mete una paliza en el reto de las 48 horas, pero me descubro sorprendentemente a favor de la pulsera: me divierte, es cómoda y empieza a motivarme. Dos semanas más y me veo capaz de ir a trabajar un día en metro (volviendo en taxi). El reloj es redundante con el móvil. Si algún día es independiente (ahora se conecta por bluetooth al teléfono y tienes que llevar ambos encima) será cómodo; mientras, es más postureo que otra cosa. Las gafas, en fin...La explosión wearable es imparable. A nivel mundial, en 2014 se vendieron 19,6 millones de unidades; este año serán 45 y se estima que en 2019 se alcanzarán los 126. Suena exagerado para lo que aportan, pero hace 15 años renegué del móvil y ahora no puedo separarme de él. No repetiré el error. O sí. Esos cacharros aún me deben 3.000 pasos. Ni olvido ni perdón. Pero no he devuelto la pulsera y si alguien quiere regalarme el reloj, que sea en negro, por favor. EL EQUIPAMIENTO
Google Glass


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