lunes, 25 de julio de 2016

La inteligencia artificial y la nueva especie humana


Dios da vida a a era robótica (Getty)

JOSÉ ANTONIO MARINA

Divertidos por los trending topics, hemos dejado de interesarnos por lo que está realmente sucediendo. Nicholas Carr lo denunció en Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). El efímero oleaje oculta el mar de fondo. Nuestro futuro se está diseñando en laboratorios, universidades, centros de investigación, empresas innovadoras. Pero seguimos pendientes del móvil instantáneo, creyendo que así estamos a la última. Corremos el riesgo de no enterarnos de lo que sucede hasta que no lo vemos instalado en el escaparate de un gran almacén. Este artículo trata de una de esas corrientes profundas que están determinando nuestro futuro, sin que seamos conscientes de ello. Me refiero a los prodigiosos avances en Inteligencia Artificial (IA). Su auge está provocando voces alarmadas. Stephen Hawking, el famoso físico, piensa que su triunfo puede significar “el fin de la especie humana”. Elon Musk, creador de PayPal y otras empresas de alta tecnología, dijo en una conferencia en el MIT que con la inteligencia artificial estamos “summoning the demon”, invocando al diablo. Bill Gates ha afirmado que la gente debería ser consciente de los riesgos que entraña. Grandes compañías han lanzado la iniciativa OpenAI para intentar que estos cambios, que consideran inevitables, se den dentro de un entorno democrático. Cuentan con un presupuesto inicial de mil millones de dólares, lo que no es mal modo de empezar. Otros autores, como Ray Kurzweil, auguran que en el año 2040 emergerá la singularidad, una nueva especie producida por la fusión del ser humano con la tecnología. Kurzweil no es un escritor de novelas de ciencia ficción, sino el director de investigaciones de Google. Un peso pesado. Cada vez se habla mas detranshumanismo. Luc Ferry, un conocido intelectual francés, exministro de educación, acaba de publicar un voluminoso libro con ese título. El núcleo del transhumanismo es la “ampliación de la naturaleza humana” en su aspecto biológico y su aspecto intelectual. La Inteligencia Artificial es la gran protagonista. Hemos entrado en la era de los algoritmos perfectos. Un algoritmo es una fórmula exacta que dirige los procesos que resuelven un problema. Son mecanismos para conseguir automáticamente un objetivo, los que hacen, por ejemplo, que funcionen las aplicaciones de un móvil. Esperamos que sean capaces de resolver todos nuestros problemas. Como ha señalado Evgeny Morozov en su combativo libro La locura del solucionismo tecnológico (Katz, 2015), aspiramos a vivir de soluciones recibidas, que nos eviten tener que pensar en ellas. De hacerlo se encargará la Inteligencia Artificial. La inteligencia no radicará fundamentalmente en nuestras cabezas, sino en el gigantesco sistema al que estaremos conectados.

El problema se plantea, sobre todo, cuando los sistemas de Inteligencia Artificial no se limitan a manejar datos, sino que toman decisiones. El 6 de mayo del 2010, la bolsa de Nueva York sufrió lo que se denomina flash crash . Las cotizaciones habían caído por la mañana un cuatro por ciento, por la preocupación sobre la deuda europea. A las 2,32 de la tarde, se puso en marcha el algoritmo de venta de una gran institución, para deshacerse de un gran número de contratos de futuro vendiéndolos a un ritmo controlado minuto a minuto por la liquidez de la bolsa. Esos futuros fueron comprados por compradores algorítmicos de alta frecuencia, programados para vendérselos inmediatamente a otros programas. Esa velocidad llevó al primer algoritmo vendedor a interpretar que la liquidez del mercado era enorme y a aumentar su velocidad de venta. Durante unos segundos, millones de dólares se emplearon en operaciones disparatadas, que valoraban un activo erráticamente de 0 a 100.000 dólares. Afortunadamente, otros algoritmos de salvaguarda paralizaron el caos, lo que no impidió que el algoritmo que había desencadenado el proceso ganara en muy pocos minutos cuarenta millones de dólares. Este suceso llamó la atención sobre los problemas que podía causar la asociación de programas individuales bien diseñados pero que producían fenómenos imprevistos. Ramón López de Mántaras, uno de los pioneros de la IA en España, cree que debería prohibirse que robots inteligentes operen autónomamente en bolsa, por ejemplo en las HFT (Negociaciones de Alta Frecuencia).Pero ¿qué es la inteligencia artificial?

Antes de dejarnos llevar por el alarmismo de estos hechos y opiniones, me gustaría explicar en qué consiste la IA. Plagiando la expresión de Rafael Alberti (“Perdonadme, yo he nacido con el cine”) podría decir que yo he nacido con la IA. En 1956, siendo yo un adolescente, la expresión apareció en la famosa Conferencia de Dartmouth . Allen Newell y Herbert Simon (que luego ganó el premio Nobel de Economía) presentaron un programa capaz de hacer por su cuenta demostraciones de teoremas de alta matemática. El pionero había sido Alan Turing, quien afirmó: “Existirá Inteligencia Artificial cuando en una conversación a ciegas no seamos capaces de distinguir entre un ser humano y un programa de computadora”. En Dartmouth se creyó que se conseguiría en diez años. Ya entonces sonaron voces alarmistas: la supremacía de la inteligencia humana tenía sus horas contadas. Joseph Weizenbaum elaboró un programa llamado Eliza que imitaba a una terapeuta. En realidad, era un conjunto muy sencillo de rutinas, pero que daban al usuario la impresión de haber encontrado por fin un psicólogo que le comprendía a la perfección. Weizenbaum se asustó de su creación y recomendó que no se prosiguiera con la IA. El consejo fue superfluo porque la IA se atascó. Su éxito al producir pensamiento matemático, hizo pensar a sus creadores que utilizando sistemas de lógica formal cada vez más potentes aumentarían la capacidad de la IA. Pero se empantanaron en actividades que los humanos hacemos sin ninguna dificultad y que para las máquinas resultaban inaccesibles. Por ejemplo, reconocer patrones imprecisos, como la escritura a mano o la voz o los rostros.

Las investigaciones sobre IA hicieron su primera travesía del desierto. El interés, y los fondos, decayeron, hasta que en los años ochenta Japón lanzó su Proyecto de Sistemas de Quinta Generación, una masiva arquitectura de computación en paralelo, en la que pusieron grandes esperanzas. También proliferaron los sistemas expertos, programas que intentaban copiar el modo de pensar de profesionales de un campo. Las expectativas no se cumplieron y la IA sufrió su segunda travesía del desierto. Las cosas cambiaron en los años noventa. Se empezó a investigar sobre redes neuronales similares a las del cerebro y sobre algoritmos genéticos. La aplicación de potentes sistemas estadísticos, y del cálculo de probabilidades, se concretó en programas que eran capaces de aprender. Se denomina deep lear­ning a esta capacidad, que, a mi juicio, ha supuesto el gran salto en la IA. Por ejemplo, un ordenador puede aprender a reconocer expresiones orales por un proceso de entrenamiento, por ensayo y error. Un programa puede simular el proceso de aprendizaje de un bebé e irse construyendo a sí mismo.¿Pueden conocer los ordenadores?

Hasta hace poco tiempo, los ordenadores podían manejar información, pero los datos reales sólo podía percibirlos la inteligencia humana. Los programas manejaban abstracciones, pero la capacidad de abstraer era una exclusiva nuestra.

Intentaré explicar este complejo asunto con sencillez. ¿Recuerdan ustedes la distinción entre significante y significado, que aprendieron en el bachillerato? Un significante –en el caso del ordenador una secuencia de ceros y unos– tiene un significado. Los ordenadores computan signos, sin saber lo que significan. Eso sólo lo sabemos nosotros, los humanos, que construimos ordenadores y diseñamos programas. Bueno, habría que poner esa frase en pasado. Los nuevos sistemas informáticos pueden crear significados. Ha sido la gran revolución. En este momento, los investigadores están diseñando programas para que los ordenadores adquieran los sentidos de la vista, el oído o el tacto. Lo que hay en el fondo de estas habilidades es la capacidad de reconocer patrones. Escribo en mi jardín. Frente a mí tengo un conjunto de superficies verdes: el césped, los arbustos, los árboles y una mesa verde. Puedo identificar los diferentes ob­jetos. Antes, un ordenador podía fotografiar el mismo paisaje que veo yo. Ahora el ordenador puede aprender a reconocer qué verde pertenece a un arbusto o al césped. Sabe reconocer los patrones que definen cada objeto, identificarlos, separarlos y manejarlos. No sólo eso. Puede agrupar los patrones por sus semejanzas: árboles, hierbas, mesas. En eso consiste la ca­pacidad de abstraer. Y una vez que ha aislado los patrones perceptivos, puede unirlos lingüística­mente en una descripción. Los ordenadores aprenden a narrar. En ese momento, ¿podemos decir que el ordenador está conociendo el paisaje?

El progreso ha sido acelerado sobre todo desde que los gigantes informáticos –Facebook, Google, Amazon, Microsoft, Baidu, etcé­tera­– han entrado en el negocio. Al comienzo de su historia, la IA aspiraba sólo a imitar la inteligencia humana. Ahora, los nuevos sistemas pueden hacer operaciones que van más allá de la capacidad humana y no sólo por velocidad de cálculo. Por ejemplo, pueden descubrir patrones en gigantescas masas de datos. Es lo que hace el data mining .Realidad e inteligencia aumentada

Ya habíamos asumido que los robots iban a desplazar a los humanos de los trabajos mecánicos, pero ahora aparece la posibilidad de que nos desplacen también de trabajos intelectuales. El profesor Andrew Ng, que trabaja en Baidu, cree que los programas de traducción vocal de la escritura permitirán a millones de iletrados, por ejemplo en China,escuchar lo que está escrito en internet. En el 2014, Microsoft presentó un programa de ordenador capaz de traducir en tiempo real. Es decir, una persona habla en inglés, pero su interlocutor le escucha en alemán. Google Translate (servicio de traducción inmediata en noventa lenguas) va a hacer innecesario el aprendizaje de idiomas, al traducir simultáneamente.

El año pasado Google pagó unos cuatrocientos millones de dólares porDeepMind, una empresa inglesa que trabaja “para construir potentes algoritmos de aprendizaje de propósito general”, es decir, para que las máquinas puedan aprender cualquier cosa. Facebook tiene su propio laboratorio dirigido por Yann LeCun. Un programa como Narrative Science escribe automáticamente artículos informativos, y es utilizado por la revista Forbes. Kensho Technologies puede responder a preguntas sobre temas financieros revisando gigantescas masas de información y respondiendo en lenguaje natural a los pocos segundos. En el 2011, el programa Watson, de IBM, ganó el concurso de televisión Jeopardy!, que mezcla conocimientos e ingenio. Ya se están comercializando programas de realidad aumentada, como las Google Glass o las Microsoft HoloLens. El portador recibe información simultáneamente a través de dos canales. Uno, procede de su cerebro. El segundo, de poderosos bancos de datos informáticos. Este canal puede actuar de mediador con el mundo, transformando nuestra experiencia. Y esto no ha hecho más que empezar. Si no quiere enterarse, puede seguir pendiente del trending topics, de las batallitas políticas, de los eslóganes brillantes. Pero, se lo advierto, pueden acabar convirtiéndose en marionetas contentitas.

La omnipresencia de la inteligencia artificial, la generalización de esa realidad aumentada, nos exige repensar muchas cosas. Entre ellas, nuestros sistemas educativos. Acorde con esos cambios, vamos a tener que desarrollar una inteligencia aumentada que sepa pensar hibridando procesos neuronales y procesos electrónicos, y que tendremos que fomentar desde la escuela… cuando sepamos cómo hacerlo. En un número reciente de la revista The Economist, dedicado a la Inteligencia Artificial, se lee: “Aunque la Inteligencia ­Artificial total de la que habla Hawking está aún lejos, las sociedades deben prepararse para la aparición de seres autónomos no humanos”.

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